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Las últimas vacaciones de otoño en 2021 (¡anda que no ha llovido desde entonces! bueno...no tanto si vives en España, pero muchísimo si vives en Colonia...) las pasamos en Irlanda, un viaje que quedó pendiente allá por Abril de 2020, cuando con todo planificado y comprado la pesadilla que aún vivimos comenzó y dio al traste con nuestro plan de viaje. Pero todo pasa (aunque algunas cosas tarden más de lo que a muchos nos gustaría) y en Octubre pudimos retomar el viaje que dejamos pendiente 18 meses atrás. Irlanda es un país forjado en torno a mitos y tradiciones, a leyendas creadas en torno a los diminutos y escurridizos habitantes de sus frondosos bosques, un país con un abrumadora historia de la que son testigos los restos de numerosas fortificaciones que vieron mejores tiempos en el pasado, un país de verdes paisajes y abruptas costas, un país pequeño pero completito.
En ésta ocasión nos centramos en el sur de la isla; nuestro viaje empezó en la siempre atractiva Dublín, capital del país y una vieja conocida tanto para M, que vivió allí una temporada, como para mí, por ser lugar frecuente de viajes de trabajo hace unos años. Dublín es una pequeña gran ciudad: es de tamaño reducido y sin embargo tiene de todo (lo que incluye la fábrica museo de uno de sus productos más internacionales, la cerveza Guiness): animadas calles, pubs (muchos pubs irlandeses...¿obvio, no?), faros aislados en mitad del mar, una viva actividad nocturna, historia...un buen comienzo para el viaje y para recordar aquellos lugares que ya conocíamos (aunque también hubo lugar para conocer nuevos rincones, sobre todo por mi parte).
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