Corría el mes de Febrero cuando M y yo decidimos emplear buena parte de un fin de semana invernal en Colonia para planificar los viajes y vacaciones del resto del año, y en eso estábamos, sin preferencias en cuanto a dónde pasar nuestras vacaciones otoñales, cuando surgió la oportunidad de viajar a Canadá (a Toronto más concretamente) a muy buen precio (360€ i/v por persona, con Jet Airways, desde Amsterdam), así que no nos lo pensamos mucho y compramos los billetes. A las pocas semanas alquilamos en nuestro portal habitual por internet el coche para recorrer la región durante el viaje (www.billiger-mietwagen.de, 420€ por 14 días de alquiler, con dos conductores, seguro a todo riesgo y un depósito de combustible gratis), y desde entonces nos olvidamos del viaje. Y es que el año ha sido muy movidito (ninguna sorpresa a estas alturas…) y apenas hemos tenido tiempo para nada, con muchos viajes profesionales y personales. Entre medias reservamos los alojamientos, cuando tuvimos el plan de viaje más o menos cerrado, y punto. Ni un solo preparativo adicional. La ruta del viaje quedó como detallo a continuación:
1000 islas - Montreal - Quebec (catarata de Montmorency, Parque Nacional Jacques Cartier) - Parque Nacional de la Mauricie - Parque Nacional Mont Tremblant - Ottawa
Con estos precedentes no es de extrañar que el viaje
comenzara con un tremendo sobresalto y, por poco, de la peor forma posible: no
viajando. Después de estar esperando más de una hora y media en la cola para
facturar con destino a Toronto (Jet Airways no me causó muy buena impresión,
ni antes ni durante el vuelo: la facturación online no funcionó en ninguno de
nuestros vuelos y el personal de facturación en el aeropuerto era: 1. Escaso y
2. totalmente ineficiente), cuando por fin nos toca, la señorita nos pregunta
por nuestro permiso para viajar a Canadá. M y yo nos miramos sorprendidos. A nuestra cara de incredulidad
inicial le siguió la de la desesperación y el enfado personal (en mi caso) por
haber “fallado” en algo tan básico: comprobar los requisitos de entrada al país
de destino. Pese a que tal sencillo trámite había rondado mi cabeza en las
semanas previas al viaje (una sencilla consulta en la web del Ministerio de
Asuntos Exteriores nos hubiera ahorrado el disgusto), al final nunca me tomé
esos minutos para verificarlo, seguro en mi interior de que no hacía falta nada
(estuvimos en Canadá hace un par de años y no tuvimos necesidad de solicitar
nada). Así las cosas, y con el vuelo a punto de cerrarse (el tiempo de espera
en la cola había superado con creces nuestras estimaciones), nos vimos ante la
posibilidad real de no viajar a Canadá. Solicitamos el permiso de viaje a través de
distintas plataformas online inmediatamente (oficiales, no oficiales...todo valía), pero todas ellas comunicaban un plazo de
respuesta máximo de 24h…¡pero si solo teníamos unos minutos! La suerte se alió con
nosotros aquella mañana y a los pocos minutos recibimos, primero yo y al poco M, la confirmación con nuestro permiso de viaje aprobado. A la
carrera, y con la ayuda de una persona de Jet Airways que nos facturó las
maletas y nos dio las tarjetas de embarque casi al límite del tiempo necesario
para asegurar que tanto nosotros como nuestra maletas fueran a bordo del avión, nos apresuramos a pasar el control de pasaportes y llegamos a la puerta de embarque cuando buena parte de los pasajeros
ya estaban dentro del avión. Un susto con final feliz, y una lección aprendida
(de nuevo): “fail to plan is plan to fail”. Tardamos en tranquilizarnos y, como
suele pasar en estas ocasiones con final feliz, nos reímos unas cuantas veces recordando
los pensamientos que habían recorrido nuestras cabezas durante esos minutos de incertidumbre, pensamientos
que iban desde regresar a Colonia y dar por finalizado el viaje hasta comprar
un nuevo billete de avión para volar al día siguiente. Afortunadamente nada de
eso sucedió.
Ya a bordo, poco positivo que comentar con respecto al servicio
ofrecido por Jet Airways: un avión muy viejo y, al menos en lo que se refiere
al interior de la cabina, muy mal mantenido (el sistema de entretenimiento a
bordo de M, como el de muchos otros pasajeros, no funcionaba y no pudo ni ver
las instrucciones de seguridad), muy mal servicio a bordo, mala comida…lo
positivo (importante) es que el vuelo salió y (aún más importante) llegó en
hora a nuestro destino (incluso antes de tiempo).
Todo transcurrió de forma muy
suave a nuestra llegada a Toronto: el sistema de control de pasaportes está totalmente automatizado, y hay múltiples máquinas para hacer el registro de
entrada en el país (aunque no todas funcionaban correctamente como pude
comprobar…), con lo que se reduce el tiempo de espera. El punto negativo es que
ya no hay que pasar por el control policial fronterizo y por lo tanto no hay
sellos en el pasaporte (como a mi no me funcionó el sistema automático –
aparentemente la foto de mi pasaporte guarda poco parecido con mi aspecto
actual – tuve que hablar con un policía que entre sonrisas accedió a ponerme el
sello en mi pasaporte :-)).
Las maletas
esperaban en el carrusel a ser recogidas (¡y solo habíamos aterrizado unos 20-30
minutos antes! Ya podían aprender en la T4 de Barajas de cómo gestionar los equipajes
de una forma eficiente), así que nos dirigimos directamente a la oficina de
alquiler de coches, situada en el aparcamiento ubicado frente a la terminal de
llegadas. Habíamos reservado el coche con Alamo, y tras un trámite muy rápido y
cómodo, recogimos nuestro coche de alquiler. En Canadá el sistema difiere del
Europeo, y una vez que has completado todo el papeleo vas directamente al
aparcamiento y una persona de la empresa de alquiler te señala los vehículos que tienen
disponibles dentro de tu categoría, así que empleamos unos minutos en revisar todos
los modelos disponibles (estado general, kilómetros, capacidad del maletero,
etc.), sin muchas prisas, y al final nos decidimos por un Hyundai accent, sobre
todo porque parecía ser el mas económico de los tres disponibles en cuanto a
consumos de combustible (y con el extenso plan de viaje que habíamos
planificado era algo a tener en cuenta), la capacidad del maletero y el
kilometraje (apenas 5000 Km.). Con el recuerdo de Toronto fresco en nuestras
mentes (pasamos unos días hace un par de años allí, Toronto y cataratas de Niagara), organizamos el viaje
de forma que Toronto fue el punto de llegada y de salida, pero no pasamos ni
una solo noche allí. Prácticamente una hora después de nuestra llegada a Canadá ya nos encontrábamos camino a nuestro primer destino: Gananoque.
Gananoque
Conducir en Canadá resulta muy seguro, pero también un tanto aburrido. La velocidad máxima en las autopistas es de 90-100 Km/h (aunque pudimos comprobar que la mayoría de los coches circulan muy por encima de estos limites), las carreteras están en buen estado, aunque también son frecuentes las paradas "extrañas": si España es el país de las rotondas, Canadá lo es de los stops; casi cada cruce cuenta con una obligación de parar, y se dan situaciones curiosas como la de la imagen en la que todos paran y no está muy claro quién debe salir antes - después de comprobar que la regla de ceder el paso al que viene por la derecha no funcionaba, me pareció entender que es algo así como "el primero en parar es el primero en salir". Hacer 300 Km en esas condiciones se hace en ocasiones un tanto pesado.
La pequeña localidad de Gananoque (algo más de 5000 habitantes) se encuentra a unos 300 Km. de Toronto. El viaje discurrió sin contratiempos y después de algo más de 3 horas llegamos a nuestro destino. En Gananoque pasamos solo una noche, y nos alojamos en el West Gate Bed and Breakfast (120 CAD/noche), un coqueto estudio situado en la buhardilla de una casa unifamiliar donde estuvimos muy a gusto y recibimos un trato de lo más familiar: los anfitriones fueron súper amables, y el desayuno estaba riquísimo. Mucho espacio, buena conexión WiFi, alojamiento cómodo, limpio…sin duda una buena experiencia.
La pequeña localidad de Gananoque (algo más de 5000 habitantes) se encuentra a unos 300 Km. de Toronto. El viaje discurrió sin contratiempos y después de algo más de 3 horas llegamos a nuestro destino. En Gananoque pasamos solo una noche, y nos alojamos en el West Gate Bed and Breakfast (120 CAD/noche), un coqueto estudio situado en la buhardilla de una casa unifamiliar donde estuvimos muy a gusto y recibimos un trato de lo más familiar: los anfitriones fueron súper amables, y el desayuno estaba riquísimo. Mucho espacio, buena conexión WiFi, alojamiento cómodo, limpio…sin duda una buena experiencia.
Gananoque tiene fundamentalmente dos calles: una principal
que la atraviesa, donde se concentra la practica totalidad de la oferta de ocio
de la localidad (4-5 restaurantes y bares), y otra transversal donde se ubican
todas las iglesias de la localidad. No era por tanto la localidad en sí lo que
nos había llevado hasta allí, sino las 1000 islas. Gananoque se ha convertido en la
puerta de entrada principal a las 1000 islas, un precioso espacio natural
compuesto por aproximadamente 1800 islas que se distribuyen arbitrariamente por el
curso del río San Lorenzo. Desde el puerto de esta pequeña localidad parten algunos
de los barcos turísticos que surcan el río (otros parten de Kingston o de
Rockport, pero finalmente nos decidimos por Gananoque porque nos pareció una
localidad más auténtica y porque los cruceros que parten desde aquí reciben,
por lo general, muy buenas opiniones).
No encontré tiempo para comprobar los requisitos de entrada en Canadá, pero sí lo tuve para comprar de forma anticipada los billetes para nuestro crucero (https://ganboatline.com/); cosas que pasan. Pese a que en Octubre el otoño se encuentra en todo su esplendor en esta región, la temporada turística estaba a punto de concluir – de hecho solo podíamos hacer el crucero para visitar las 1000 islas a nuestra llegada, ya que tan solo una semana después ya no había viajes: nos comentaron en el alojamiento que los inviernos son muy duros en la zona, y que el río se congela por completo, convirtiéndose en una inmensa pista de patinaje. Viendo las dimensiones y la corriente del río cuesta imaginar que pueda llegar a congelarse por completo. De las opciones que ofrece la compañía de barcos nos decidimos por el crucero de 2.5h (37 CAD), denominado "barcos hundidos de las 1000 islas". En realidad no vimos ni un solo barco naufragado durante nuestro recorrido (aparentemente se mostraban en las pantallas interiores del barco, pero nosotros pasamos la mayor parte del recorrido en la cubierta exterior, a pesar del intenso frío que hizo en algunos momentos del recorrido), pero era el que ofrecía un recorrido mas extenso por las islas, llegando hasta el castillo Boldt.
No encontré tiempo para comprobar los requisitos de entrada en Canadá, pero sí lo tuve para comprar de forma anticipada los billetes para nuestro crucero (https://ganboatline.com/); cosas que pasan. Pese a que en Octubre el otoño se encuentra en todo su esplendor en esta región, la temporada turística estaba a punto de concluir – de hecho solo podíamos hacer el crucero para visitar las 1000 islas a nuestra llegada, ya que tan solo una semana después ya no había viajes: nos comentaron en el alojamiento que los inviernos son muy duros en la zona, y que el río se congela por completo, convirtiéndose en una inmensa pista de patinaje. Viendo las dimensiones y la corriente del río cuesta imaginar que pueda llegar a congelarse por completo. De las opciones que ofrece la compañía de barcos nos decidimos por el crucero de 2.5h (37 CAD), denominado "barcos hundidos de las 1000 islas". En realidad no vimos ni un solo barco naufragado durante nuestro recorrido (aparentemente se mostraban en las pantallas interiores del barco, pero nosotros pasamos la mayor parte del recorrido en la cubierta exterior, a pesar del intenso frío que hizo en algunos momentos del recorrido), pero era el que ofrecía un recorrido mas extenso por las islas, llegando hasta el castillo Boldt.
El río San Lorenzo presenta la peculiaridad de ser la frontera natural entre Canadá y Estados
Unidos. El que fuera tiempo atrás lugar de refugio para piratas y contrabandistas, pasa por ser en la actualidad uno de los secretos mejor guardados de la región. El sitio, según dicen, es también un paraíso para los buceadores. La primera parte del recorrido discurre por territorio americano, algo
que queda patente si se observan las banderas que ondean en las casas que
pueblan las islas y la orilla del río. El recorrido nos llevó hasta el castillo
Boldt; solo lo visitamos por el exterior desde el barco, ya que si se quiere
visitar a pie hay que enrolarse en una excursión de 5 horas de duración - mismo
recorrido que la de 2.5 horas - ,y además hay que pasar el control de pasaportes
americano al desembarco en la pequeña isla, ya que se encuentra en territorio
americano. El castillo Boldt fue es sus orígenes una propiedad privada, vestigio del amor de un hombre (George Boldt, director del hotel Waldorf-Astoria de Nueva York) a su mujer, con final poco feliz: en el año 1900 comenzaron los trabajos de construcción de esta fastuosa mansión de 120 habitaciones, pero los trabajos se interrumpieron solo 4 años después, tras la repentina muerte de la esposa de Boldt. Boldt nunca regresó a la isla, y la construcción permaneció abandonada hasta 1977, cuando la propiedad fue comprada por el simbólico precio de 1$ por la Autoridad del Puente de las 1000 islas, bajo la condición de que los beneficios obtenidos de las visitas a la isla se dedicaran a restaurar el palacete. Y, al parecer, en ello siguen.
El paseo nos
permitió disfrutar de unos paisajes estupendos, iluminados por los colores del
otoño: tonalidades cobrizas, rojas, anaranjadas, amarillas…todos los colores
tienen cabida en el “indian summer” canadiense, colores cuya fuerza se
intensifica aún mas con los rayos del sol, sol que se mostró un tanto
esquivo durante nuestro crucero, dejándose ver solo en la parte inicial y final
del mismo. Durante el recorrido, una grabación se escuchaba por el
sistema de megafonía del barco, narrando curiosidades sobre el recorrido, como
por ejemplo que no se sabe con seguridad el número exacto de islas que pueblan
esta región, y es que el criterio para contar “oficialmente” un peñasco como
isla es que tenga al menos un árbol – aunque incluso este criterio no está
oficialmente recogido en ningún documento. El barco en su recorrido pasa en un
par de ocasiones bajo el imponente puente que une Canadá con Estados Unidos,
pero también pasa al lado del que se considera el puente internacional más
pequeño del mundo, que conecta dos pequeñas islas, cada una de ellas situada en
un país. Un dato curioso y anecdótico.
Al final de
nuestro recorrido regresemos al B&B a recoger el coche y continuamos con
nuestro viaje. Próxima parada: Montreal.
Montreal
Tras algo más de un par de
horas conduciendo (260 Km), llegamos a Montreal cuando la noche ya se había
apoderado de la ciudad. Para nuestra estancia de 2 noches nos decidimos por un
alojamiento de Airbnb situado en el centro del Plateau (85€/noche), un bonito
apartamento con todas las comodidades: lavadora, secadora, lavavajillas, cocina
completa, etc. Un alojamiento muy bien equipado, con una decoración muy
particular, muy buena conexión a internet y muy tranquilo. El apartamento
carecía de aparcamiento privado, pero se podía aparcar de forma gratuita en
la calle; eso sí, aparcar en Montreal requiere de cierto tiempo, el necesario
para leer correctamente las señales de prohibición de las calles (hay hasta
tutoriales en internet que explican el funcionamiento del complejo sistema que
han diseñado, tal y como nos comentó nuestro anfitrión vía email). Pese a la
aparente complejidad inicial, una vez entendimos el sistema no tuvimos ningún
problema (aunque tampoco movimos mucho el coche durante nuestra estancia), y lo
mas importante, abandonamos Montreal sin multas sobre nuestro parabrisas.
Pasamos algo
más de dos días en la ciudad, y fueron más que suficientes (la verdad es que
Montreal no ofrece mucho). Sin contar el día que llegamos (que empleamos en explorar un poco los alrededores y en ponernos cómodos en el apartamento), el primer día completo lo dedicamos a recorrer la ciudad a
pie. Desde nuestro alojamiento tomamos la rue Saint Denis, una de las arterias principales de la ciudad, según nos había comentado
nuestro anfitrión. La plaza de Saint-Louis, en las cercanías de la Rue Saint-Denis, es una de las plazas más coquetas de Montreal, con sus edificios residenciales de coloridos tejados siguiendo los cánones de las construcciones francesas de estilo Victoriano. La calle, una larguísima avenida, desemboca directamente
en la capilla de Notre-Dame de bon-secours, en las proximidades del viejo puerto de Montreal,
iglesia que no pudimos visitar por dentro (y hubiera sido una buena opción,
porque llovió bastante aquel día) ya que cierra los lunes. Desde allí visitamos
el puerto viejo, dominado por la torre del reloj, que data del año 1922 y da la bienvenida a los visitantes que se acercan hasta el viejo puerto de Montreal. Tiene 45m. de altura y se erigió para conmemorar a los marineros canadienses que murieron en la primera guerra mundial. El viejo puerto es uno de los lugares más fotogénicos de Montreal; ofrece unas bonitas vistas a las islas de Notre-Dame y Santa Elena; lástima que la lluvia no nos dejara disfrutar del lugar con algo más de tiempo y comodidad. En las proximidades del puerto hay una noria instalada, a la que ni nos
planteamos subir – amante como soy yo de los lugares elevados – por las
inclemencias meteorológicas reinantes, y optamos por resguardarnos de la tenue pero incesante
lluvia en el centro comercial de Bonsecours, situado en la rue Saint Paul, la más
conocida y turística de Montreal; tal vez fuera por la lluvia, o por las
numerosas obras que dificultaban a cada paso la marcha por aquellas calles
peatonales, o una combinación de ambos, pero la verdad es que no me quedó una
buena sensación del centro de Montreal. La plaza del ayuntamiento lucía, pese a
la lluvia, preciosa, con el otoño dando su toque de color en un día tan
grisáceo.
A continuación
visitamos la Catedral de Notre-Dame (6 CAD, solo admiten pago en efectivo), una
verdadera preciosidad (más por dentro que por fuera). Su aspecto exterior
recuerda mucho a la Notre-Dame de Paris, pero su interior no tiene nada que
ver: el edificio data del S. XVII, aunque la decoración interior es más reciente, de los S. XVIII y XIX. Como curiosidad mencionar que las vidrieras no representan escenas bíblicas, sino escenas relativas a la vida religiosa de Montreal. Un espacio que no te dejará indiferente.
Muy cerca se
encuentra el barrio étnico de Chinatown, que se reduce a una calle principal de unas
decenas de metros y un par de calles transversales, donde se pueden encontrar
un puñado de restaurantes asiáticos y alguna tienda de recuerdos locales, pero
nada que ver con el Chinatown que recordábamos de Toronto. Los orígenes de Chinatown se encuentran en el año 1860, cuando muchos de los trabajadores chinos que acudieron a Canadá a trabajar en las minas y el ferrocarril, decidieron mudarse a las ciudades en busca de mejores oportunidades. Aprovechamos la
visita para recuperar fuerzas y desde allí nos dirigimos al cercano centro de
convenciones, donde tuve un fugaz encuentro con un antiguo compañero de cuando
trabajaba en Madrid y que trabaja en Montreal desde hace unos años, y visitamos
el RES, el entramado de túneles que recorre la ciudad y que son utilizados por
locales y visitantes durante los duros meses de invierno (prácticamente de
Noviembre a Marzo) durante los cuales la nieve se apodera de las calles.
La previsión
meteorológica era mucho más benévola para el día siguiente, así que decidimos
confiar en ella y aplazar el resto de las visitas hasta el próximo día, dando por
concluido de esa forma nuestro primer día completo en Montreal, y emprendimos el regreso
a casa en metro (10 CAD el billete valido 24h).
El
día siguiente amaneció nublado pero sin lluvia, y las nubes fueron dando paso
progresivamente a un cielo más despejado. Decidimos sacar partido del billete
de metro adquirido la tarde anterior y lanzarnos a visitar todos aquellos
puntos que quedaban mas alejados del centro de la ciudad. Empezamos por el
oratorio de Saint-Joseph, un vasto complejo de peregrinación religiosa (entrada
gratuita) situada al oeste de la ciudad, a los pies del Mont Royal, la colina
que domina el paisaje de Montreal. La visita nos llevó mucho más tiempo del que
inicialmente hubiéramos pensado, y es que el complejo es realmente grande:
varias plantas, miradores, capillas, museos, tiendas…El oratorio de Saint-Joseph es la iglesia más grande de todo Canadá, y su cúpula pasa por ser una de las más grandes del mundo. La construcción de la modesta capilla inicial comenzó en 1904, pero pronto quedó claro que necesitarían una iglesia mayor para acoger a todos los fieles, y la capilla se amplió para poder acoger hasta 1000 files (1917). La construcción actual se finalizó en 1967 y tiene capacidad para 10000 fieles. Tiene una longitud de 105m y una altura máxima de casi 130m, casi nada.
Finalizada
nuestra visita en el Oeste, nos dirigimos al centro, a la isla de Sta. Elena, donde
visitamos la estructura de la biosfera de Montreal, una estructura que data de
1967 (expo de Montreal) - la estructura met álica, porque el resto quedó destruido por un incendio en el año 1976. La estructura tiene 62m de altura y casi 80m de diámetro, y en la actualidad se encuentra en proceso de renovación y acogerá próximamente un museo. La biosfera es la estructura más grande de esta categoría en el mundo.
Y del centro al
Este, al estadio olímpico, un complejo que data del año 1976, año en el que se
celebraron las olimpiadas de la ciudad. Destaca la torre del estadio olímpico,
que aun a día de hoy pasa por ser la torre inclinada más
alta del mundo (175m - con una inclinación de 45 grados), y la sexta estructura más alta de todo el país. El estadio es de mayor capacidad de Canad á (hasta 70000 espectadores, dependiendo del evento que acoja - fútbol, béisbol, conciertos...).
Después de haber
probado la Poutine en Gananoque (plato tradicional canadiense compuesto fundamentalmente por patatas fritas con queso fundido y una salsa), era el momento de probar el otro plato
estrella del país: el bocadillo de carne ahumada. Para ello nos dirigimos al
Lesters, uno de los locales más reconocidos de la ciudad, situado relativamente
cerca de nuestro apartamento. Allí disfrutamos del ambiente de un restaurante
local y del famoso bocadillo de ternera ahumada, que a mí, personalmente, no me
convenció: más que a ternera a mí me supo a jamón ahumado. Esperamos poder
contrastar experiencias con algún otro restaurante durante nuestra estancia,
pero lo cierto es que parece no ser un plato tan típico, y vimos pocos lugares
que lo ofrecieran – tan solo en Quebec vi otro restaurante con este plato en su carta. Al final, ante la ausencia de oferta, no volvimos a probarlo, así que nos quedamos sin saber si el Lesters merece la fama que le precede o no.
Poutine, el plato más tradicional de Canadá, en todas sus variantes
La última parada de nuestra visita a Montreal fue el Mont-Royal. Este monte, situado en pleno centro de la ciudad, es un verdadero pulmón para Montreal; con una elevación de 233m ofrece unas vistas formidables de la ciudad y los alrededores. El Chalet de Mont-Royal ha sido un punto de encuentro para los locales desde su fundación. El mirador ofrece posiblemente las mejores vistas de toda la ciudad, y es una visita obligada.
Finalizada nuestra estancia en Montreal, tocaba de nuevo ponerse al volante con destino a nuestra próxima parada: Quebec.
Quebec
En la ciudad baja, además de dejarse seducir por el encanto de sus calles adoquinadas rebosantes de historias que contar, se pueden hacer muchas más cosas. Como por ejemplo tomar un ferry a Lévis, situada en la otra orilla del río San Lorenzo. Los barcos parten cada veinte minutos de cada uno de los muelles y emplean unos 10 minutos en atravesar el río. Es un sistema fluvial muy popular no solo entre los turistas y viajeros, ávidos por disfrutar de las vistas que desde el río ofrece la ciudad antigua de Quebec, sino también entre los locales, que lo emplean como medio de transporte habitual para cruzar el río, ya que por solo 8,5 CAD puedes cruzarlo con tu coche en el ferry (la otra opción es hacerlo conduciendo, para lo que hay que recorrer la nada desdeñable cantidad de XX Km). Si viajas sin coche el precio es de 7,2 CAD, aunque por supuesto hay tarifas reducidas para los usuarios habituales. Al otro lado en Lévis, la verdad es que no hay mucho que hacer: nosotros nos encontramos con solo una cafetería abierta (los otros tres restaurantes que señala google maps estaban cerrados, dos de ellos sin explicación aparente y el tercero – un establecimiento de la popular cadena de comida rápida Tim Hortons – porque solo estaba abierto hasta las 13:00h…). Con las mismas, y después de esperar un poco a que oscureciera, tomamos el ultimo ferry regular a las 18:00h (a partir de entonces solo hay uno por hora y por sentido), disfrutando de las estupendas vistas que el atardecer nos ofreció.
Esto es lo que dio de sí nuestra visita a la ciudad de Quebec. Pero la zona ofrece muchos más sitios de interés, como parques naturales y la mayor catarata de todo Norteamérica (sí, mayor incluso que la de Niágara), pero para leer la crónica y ver las fotos tendrás que ir a la parte 2 de este fantástico viaje por carretera por el Este de Canadá. ¡hasta pronto!
Poutine, el plato más tradicional de Canadá, en todas sus variantes
La última parada de nuestra visita a Montreal fue el Mont-Royal. Este monte, situado en pleno centro de la ciudad, es un verdadero pulmón para Montreal; con una elevación de 233m ofrece unas vistas formidables de la ciudad y los alrededores. El Chalet de Mont-Royal ha sido un punto de encuentro para los locales desde su fundación. El mirador ofrece posiblemente las mejores vistas de toda la ciudad, y es una visita obligada.
Finalizada nuestra estancia en Montreal, tocaba de nuevo ponerse al volante con destino a nuestra próxima parada: Quebec.
Quebec supuso estancia más larga de nuestro viaje. Debido a la cantidad de sitios de interés
en la zona (la ciudad de Quebec, la catarata de Montmorency, la basílica de Sainte-Anne de Beaupré , el Parque Nacional Jaques Cartier), como prácticamente íbamos a tener
que coger el coche a diario, decidimos alojarnos a las afueras de Quebec, a
medio camino entre Quebec y el Parque Nacional Jacques Cartier, en Stoneham,
para por un lado evitar tener que cambiar de alojamiento una vez más (bastantes
cambios íbamos a tener a lo largo del viaje), y por otro para poder tener más
flexibilidad a la hora de decidir qué hacer cada día, ya que nuestros planes
estaban fuertemente influenciados por la cambiante meteorología local. Para
nuestra estancia decidimos alojarnos en una bonita vivienda situada en una
estación de esquí, en Stoneham, a unos 20Km de Quebec, a cuyo centro llegábamos
en apenas 20 minutos ya que estaba muy bien comunicado (Airbnb, 65€/noche). El
apartamento estaba, como el de Montreal, perfectamente equipado con lavadora,
secadora, lavavajillas, WiFi, aparcamiento privado, bañera de hidromasaje…tenia
de todo; bueno, de casi todo, porque no tenía ni un solo armario donde colocar
la ropa (extraño). Tuvimos un “pequeño” contratiempo con los dueños, ya que
tenían que cambiar la puerta de la vivienda y al parecer solo podían hacerlo
durante nuestra estancia. Al margen de eso (y de los ruidos de los operarios
que cambiaban las puertas del condominio durante los dos días que duró la
operación), el sitio era muy tranquilo, situado en un entorno precioso, y resultó ser una buena opción de
alojamiento para el propósito de nuestro viaje.
El paisaje del que todos los días disfrutábamos al entrar y salir del apartamento cambió mucho durante los días de nuestra estancia.
El paisaje del que todos los días disfrutábamos al entrar y salir del apartamento cambió mucho durante los días de nuestra estancia.
La visita a
Quebec resultó muy interesante y atractiva, tal y como preveía. La ciudad es
una de las más antiguas de América del Norte, y eso se palpa en sus calles y
plazas, en sus edificios e iglesias. Con el castillo Frontenac como epicentro de
la actividad turística de la ciudad, con un imponente aspecto, toda la actividad se concentra en el paseo
de tablas que bordea el río y que ofrece unas estupendas vistas de la ciudad y de los alrededores, y la ciudad antigua, situada en la parte inferior. Quebec es
la única ciudad de américa que conserva sus murallas originales y eso la hace
única y especial. Numerosas puertas dan testimonio del pasado reciente de la
ciudad. Intramuros, la ciudad ofrece dos caras bien distintas: la comercial y
cosmopolita ciudad alta, y la más tradicional y turística ciudad baja. En la
ciudad alta se encuentra la calle Saint-Jean, la más comercial de la ciudad, con
numerosos restaurantes, bares y tiendas donde comprar de casi todo. En la plaza
del ayuntamiento, donde desemboca la calle Saint-Jean, se pueden visitar el ayuntamiento de
la ciudad y la Catedral de Notre-Dame, la catedral más antigua de América del Norte (1647). El centro histórico de Quebec es Patrimonio Mundial de la UNESCO, y la catedral forma parte de este patrimonio.
A unas decenas de
metros nos encontramos con la plaza de armas, situada entre la oficina de
turismo y el castillo Frontenac , actualmente un hotel de la cadena Fairmont. Otro de los laterales de esta vistosa plaza lo cierra la Catedral de la Santísima Trinidad. El hotel-castillo data del año 1893 y fue construido por la Canadian Pacific Railway, para promover el turismo en la zona. El hotel fue construido imitando el estilo de los castillos franceses. Cuenta con más de 600 habitaciones y es un verdadero polo de atracción para los objetivos de las cámaras, algo que no resulta difícil de entender.
La terraza Dufferin y el formidable paseo de tablas que discurre paralelo al río y lo contempla
desde las alturas, es sin lugar a dudas el lugar más fotogénico de la ciudad y
uno de los mejores en los que pasar un rato de lo más ameno, disfrutando de las
vistas, observando el ir y venir de la gente o simplemente esperando a que pase el chaparrón
para poder continuar con la visita a la ciudad bajo un sol radiante.
El estupendo paseo desemboca hacia el Este en la ciudadela de Quebec, una instalación militar activa, es el edificio militar más antiguo del país y fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985. Sus orígenes se remontan al año 1608, donde cobró una gran importancia debido a su localización estratégica sobre lo alto de una colina, lo que la hacía prácticamente infranqueable. El recinto se puede visitar, tanto por el interior (de pago), como por el exterior (gratis), recorriendo las murallas del edificio, un paseo que ofrece unas vistas formidables de la ciudadela en sí y de la ciudad de Quebec. Un paseo imprescindible desde mi punto de vista (a mí al menos me encantó).
Más allá de la ciudadela se encuentran las llanuras de Abraham, una meseta sobre la que tuvo lugar la batalla de 1759 en la que los británicos derrotaron a los franceses. Hoy, sobre aquel campo de batalla, una inmensa explanada verde lleva a unos preciosos recintos arbolados. Hay numerosos vestigios del pasado bélico del lugar (aunque obviamente ninguna de las armas que se exponen corresponden a la guerra que da nombre al lugar).
El estupendo paseo desemboca hacia el Este en la ciudadela de Quebec, una instalación militar activa, es el edificio militar más antiguo del país y fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985. Sus orígenes se remontan al año 1608, donde cobró una gran importancia debido a su localización estratégica sobre lo alto de una colina, lo que la hacía prácticamente infranqueable. El recinto se puede visitar, tanto por el interior (de pago), como por el exterior (gratis), recorriendo las murallas del edificio, un paseo que ofrece unas vistas formidables de la ciudadela en sí y de la ciudad de Quebec. Un paseo imprescindible desde mi punto de vista (a mí al menos me encantó).
Más allá de la ciudadela se encuentran las llanuras de Abraham, una meseta sobre la que tuvo lugar la batalla de 1759 en la que los británicos derrotaron a los franceses. Hoy, sobre aquel campo de batalla, una inmensa explanada verde lleva a unos preciosos recintos arbolados. Hay numerosos vestigios del pasado bélico del lugar (aunque obviamente ninguna de las armas que se exponen corresponden a la guerra que da nombre al lugar).
Además de los sitios mencionados, en la parte alta de la ciudad se puede visitar el Parlamento, la iglesia de Saint-Roche o la animada Grande-Allée, una vistosa calle con bonitos edificios de época reconvertidos en restaurantes de moda, entre otros, aunque la ciudad tiene muchos otros rincones esperando a ser descubiertos.
Para acceder a la ciudad baja desde la terraza Dufferin, se puede tomar el funicular (3 CAD), o las escaleras Frontenac. La ciudad baja se enorgullece de contar con la que se dice es la calle más antigua de todo el norte de América, la rue du Petit Champlain, un hervidero turístico donde se aglutinan decenas de tiendas de artesanía, restaurantes y tiendas de recuerdos. Sus calles empedradas y las fachadas de las casas atestiguan su antiguo pasado (al estilo americano, claro). Personalmente recorrí estas calles en un par de ocasiones durante otras tantas visitas a la ciudad y quedé encantado con la experiencia.
La plaza principal de la ciudad vieja es la Place Royale, una coqueta plaza gobernada por la iglesia de Notre-Dame des victoires, aunque su nombre original fue Notre-Dame de la Victoire, nombre que recibió después de la batalla de Quebec de 1690 y que cambió su nombre por el actual después de que un temporal hundiera al completo una flota británica en el año 1711; una pequeña iglesia con mucho encanto cuya construcción se inició en el año 1687.
Para acceder a la ciudad baja desde la terraza Dufferin, se puede tomar el funicular (3 CAD), o las escaleras Frontenac. La ciudad baja se enorgullece de contar con la que se dice es la calle más antigua de todo el norte de América, la rue du Petit Champlain, un hervidero turístico donde se aglutinan decenas de tiendas de artesanía, restaurantes y tiendas de recuerdos. Sus calles empedradas y las fachadas de las casas atestiguan su antiguo pasado (al estilo americano, claro). Personalmente recorrí estas calles en un par de ocasiones durante otras tantas visitas a la ciudad y quedé encantado con la experiencia.
La plaza principal de la ciudad vieja es la Place Royale, una coqueta plaza gobernada por la iglesia de Notre-Dame des victoires, aunque su nombre original fue Notre-Dame de la Victoire, nombre que recibió después de la batalla de Quebec de 1690 y que cambió su nombre por el actual después de que un temporal hundiera al completo una flota británica en el año 1711; una pequeña iglesia con mucho encanto cuya construcción se inició en el año 1687.
En la zona baja de la ciudad se puede visitar el viejo puerto, el mercado del
viejo puerto (eminentemente turístico por lo que pude ver) y los silos de grano del puerto sobre los que se proyecta a diario un espectáculo de luz del que ni en la oficina de turismo supieron informarnos. No me extraña. Lo vimos desde lejos, desde uno de los miradores del paseo Dufferin y el “espectáculo” consiste en luces que se mueven, de forma muy tenue, sobre la superficie de los silos simulando (con imaginación) el movimiento de las auroras boreales…bueno, supongo que será un espectáculo conceptual o algo así. Como hacia frío y el espectáculo no daba mucho más de sí, nos conformamos con verlo desde lejos y nos ahorramos el paseo hasta el puerto aquella noche.
En la ciudad baja, además de dejarse seducir por el encanto de sus calles adoquinadas rebosantes de historias que contar, se pueden hacer muchas más cosas. Como por ejemplo tomar un ferry a Lévis, situada en la otra orilla del río San Lorenzo. Los barcos parten cada veinte minutos de cada uno de los muelles y emplean unos 10 minutos en atravesar el río. Es un sistema fluvial muy popular no solo entre los turistas y viajeros, ávidos por disfrutar de las vistas que desde el río ofrece la ciudad antigua de Quebec, sino también entre los locales, que lo emplean como medio de transporte habitual para cruzar el río, ya que por solo 8,5 CAD puedes cruzarlo con tu coche en el ferry (la otra opción es hacerlo conduciendo, para lo que hay que recorrer la nada desdeñable cantidad de XX Km). Si viajas sin coche el precio es de 7,2 CAD, aunque por supuesto hay tarifas reducidas para los usuarios habituales. Al otro lado en Lévis, la verdad es que no hay mucho que hacer: nosotros nos encontramos con solo una cafetería abierta (los otros tres restaurantes que señala google maps estaban cerrados, dos de ellos sin explicación aparente y el tercero – un establecimiento de la popular cadena de comida rápida Tim Hortons – porque solo estaba abierto hasta las 13:00h…). Con las mismas, y después de esperar un poco a que oscureciera, tomamos el ultimo ferry regular a las 18:00h (a partir de entonces solo hay uno por hora y por sentido), disfrutando de las estupendas vistas que el atardecer nos ofreció.
Esto es lo que dio de sí nuestra visita a la ciudad de Quebec. Pero la zona ofrece muchos más sitios de interés, como parques naturales y la mayor catarata de todo Norteamérica (sí, mayor incluso que la de Niágara), pero para leer la crónica y ver las fotos tendrás que ir a la parte 2 de este fantástico viaje por carretera por el Este de Canadá. ¡hasta pronto!
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