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Colonia tiene una localización privilegiada en el Oeste de Alemania: las fronteras con Bélgica y Holanda se encuentran a menos de 100 kilómetros de la ciudad, lo que hace posible que en un solo día puedas desayunar tranquilamente en Alemania, almorzar en Bélgica, merendar en Holanda y regresar a cenar a Alemania. Un lujo, sin duda, no siempre valorado en su justa medida. Una ubicación privilegiada que exploté bastante sobre todo durante mis primeros años en Colonia, cuando prácticamente cada fin de semana, con mi añorado coupé cabrio de techo acristalado, disfrutaba de la novedosa experiencia de conducir sin estar sujeto a límites de velocidad mientras me dirigía al destino de fin de semana elegido. Con el tiempo y el aumento de los viajes de trabajo, lamentablemente fui perdiendo esa costumbre, que como toda buena costumbre nunca debería haber perdido y que me he comprometido a recuperar y mantener, ahora que se dan las condiciones de nuevo con la ausencia de viajes de largo recorrido (al menos de momento y a ver por cuánto tiempo).
Con Holanda me está pasando un poco lo que me
sucedió con Austria (con Viena más concretamente): mi primera visita a la
ciudad imperial austriaca me dejó una sensación de total indiferencia, pero las
numerosas visitas sucesivas por motivos profesionales me sirvieron para cambiar
mi idea sobre Viena, hasta el punto de convertirse en una de mis ciudades
favoritas del viejo continente (ya, no es decir mucho, pero es que hay tantas
ciudades fantásticas en ésta lista…Lisboa, Paris, Helsinki, Brno, Copenhague,
Praga, Bruselas, Brujas…ciudades que por fortuna he podido visitar en innumerables ocasiones y a las que siempre es un placer regresar). Mi
primera visita a Holanda fue hace muchos años (en torno al 2010), cuando visité
Ámsterdam, una ciudad de la que casi todo el mundo habla maravillas. A mí la
verdad es que no me causó una impresión favorable (tampoco mala, simplemente de indiferencia), y con la idea de que si, en teoría, el destino más conocido y
turístico del país de los tulipanes me había causado tanta indiferencia, el
resto del país no podía tener mucho que mereciera la pena, pero nada más lejos
de la realidad. Con los años regresé a Holanda, y cada visita ha servido para
constatar que mi primera impresión fue equivocada (o tal vez Ámsterdam no es mi
tipo de ciudad): Roermond, Maastricht, Giethoorn o Bergen op Zoom tienen una
identidad propia que bien justifica una visita. En ésta ocasión, y con la idea
de huir del sofocante calor de Centroeuropa, decidimos escapar a las playas
cercanas a La Haya, pero pronto tuvimos que cambiar de planes ya que fue
imposible encontrar un alojamiento disponible en la zona a pie de playa (a
precios razonables, sin pagar 500€/noche…), y al final decidimos establecer
nuestra base para nuestro fin de semana en Rotterdam, ciudad situada a menos de
30 kilómetros de La Haya, con lo que pudimos combinar el viaje con un poco de
playa, que era el objetivo inicial.
Kinderdijk
La
primera parada de nuestro recorrido por el Oeste holandés fue Kinderdijk, lugar
declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1997. Empezamos
fuerte. Kinderdijk se sitúa a unos 15 kilómetros al Este de Rotterdam y allí se
encuentra la mayor concentración de los tradicionales y característicos molinos
de Holanda: nada menos que 19 molinos construidos a mediados
del S. XVIII se conservan en perfecto estado en esta zona. La función inicial
de los molinos era la de bombear agua a una reserva situada entre el nivel del
río y el terreno ganado al mismo, para compensar pequeñas diferencias en los
niveles de agua y así limitar el impacto de las numerosas inundaciones que las
fluctuaciones en el nivel del agua originaban. En la actualidad los molinos
están habitados y uno no puede evitar el sentir cierta envidia por los afortunados moradores que
habita en ellos y que puede despertar cada día con unas vistas tan
espectaculares. La belleza paisajística del lugar es incuestionable; si a ello
se le añade un día de climatología favorable y aguas mansas en las que los
molinos se reflejan como si de espejos se tratara, el resultado es simplemente
fascinante. Pasamos mucho calor en nuestro paseo por la ribera del río, pero
sin duda mereció la pena. Kuki mostró mucho interés por la fotografía y me siguió
a cada ubicación en la que decidí parar a echar un vistazo, como queriendo
comprobar si el sitio era bueno para la fotografía o no (o tal vez simplemente
iba buscando mi sombra, porque el calor era insoportable, ¡quién sabe!). Las imágenes hablan por sí mismas; si tienes oportunidad, no pierdas la ocasión de visitar éste rinconcito de los Países Bajos.
Rotterdam
La
segunda ciudad más poblada del país fue el lugar elegido para nuestra estancia
en la zona, un poco a la fuerza, ya que es donde encontramos alojamiento. Nos
alojamos en el hotel Van der Valk Hotel Rotterdam (90€/noche), un
establecimiento de cuatro estrellas muy correcto, un poco alejado del centro de
la ciudad pero que ofrece habitaciones muy amplias y bien equipadas (como cabe
esperar de un hotel de ésta categoría) y que acepta mascotas, algo imprescindible ahora en nuestros viajes y que limita mucho la
oferta disponible.
Fundada
en el S. XIII, no obtuvo el estatus de ciudad hasta un siglo después. La ciudad
ha crecido al abrigo de su puerto, cuyo desarrollo fue paralelo al crecimiento
de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, desarrollo portuario que
también se vio favorecido por el declive del cercano puerto de Amberes. En la
actualidad, y pese a no contar con acceso directo a mar abierto, el puerto de
Rotterdam es el puerto más grande de Europa y está comunicado con el río Rhin. El centro de la ciudad quedó prácticamente
destruido durante los bombardeos que tuvieron lugar el 14 de mayo de 1940,
motivo por el que el centro carece de edificios históricos. La destrucción
causada por una guerra nunca es positiva, pero ofreció a Rotterdam la
posibilidad de reinventarse y comenzar desde cero, apostando de forma
arriesgada y contundente por la innovación y la modernización: en el año 1953
se abrió la primera calle comercial peatonal de Europa, y unos años más tarde,
en 1968, se inauguró la primera línea de metro de los Países Bajos.
El
crecimiento de la ciudad llegó de la mano del crecimiento económico propiciado
por la imparable expansión del puerto, que llegó a ser el puerto
más grande del mundo en el año 1962. Y todo éste desarrollo vino acompañado de
una innovadora arquitectura contemporánea. Rotterdam es conocida hoy en día por
sus atrevidas y llamativas estructuras arquitectónicas, entre cuyos ejemplos
encontramos:
- Los puentes de Willemsbrug y de Erasmus, el nuevo símbolo de la ciudad
desde 1994.
- El mercado central, un amplio espacio donde destaca la colorida
decoración de su bóveda; el mercado es lugar de encuentro para locales y visitantes y ofrece numerosos puestos de comida y bares.
- Las casas cubo, un conjunto de innovadoras casas que datan del año
1984. En total hay 32 viviendas, todas de una superficie aproximada de 100 m2
distribuidos en tres plantas, aunque el 25% del espacio no es habitable debido
a los techos angulosos. Una de las casas se puede visitar (un vecino decidió
rentabilizar la inversión y cobrar por entrar a visitar su vivienda, hasta que
se convirtió en el museo oficial de tan curiosas construcciones).
- La Casa Blanca, un edificio de arquitectura única reconvertido en
restaurante.
- El Euromast, que data del año 1970, una torre de 185 metros que
alberga un restaurante a casi 100 metros de altura.
- El Ayuntamiento de Rotterdam, el edificio más notable del centro de la
ciudad, construido en estilo renacentista holandés y que data de comienzos del
S. XX, uno de los pocos edificios del centro de la ciudad que sobrevivió a los
bombardeos sufridos durante la II Guerra Mundial (afortunadamente para las
generaciones posteriores).
Mención especial merece la calle Witte de Withstraat, donde se amontonan las terrazas de bares y restaurantes, una zona muy concurrida y animada de la ciudad al lado del puerto antiguo, así como la zona de ocio creada en torno a Oudehaven, desde el que se tienen una vistas estupendas tanto de las casas cubos como del puente Willemsbrug. Rotterdam también destaca por sus museos, pero como no somos mucho de ese tipo de viajeros no visitamos ninguno.
Pero si hay una zona que no puedes dejar de visitar en Rotterdam esa no es otra que Delfshaven, un barrio de Rotterdam desde 1886 (antes era un municipio independiente). El barrio escapó de los bombardeos de la II Guerra Mundial, así que conserva muchos edificios históricos, entre los que destaca la Iglesia de los Peregrinos, lugar del que partieron los exploradores neerlandeses hacia Massachusetts (Estados Unidos) a principios del S. XVII. En la actualidad la zona que bordea al canal se ha convertido en un punto de referencia para los visitantes, con numerosos bares y restaurantes en los que se pueden disfrutar de unas vistas envidiables en un relajado entorno (la comida ni es buena ni es barata, ¡pero el lugar merecía al menos una oportunidad!). Uno de los puntos más fotogénicos, si no el más, de la ciudad, un verdadero placer poder disfrutar de una vista así en buena compañía y con una buena cerveza (belga, eso sí). Un consejo: el mejor momento para visitar la zona es al caer la tarde, cuando el sol baña con su cálida luz la fachada rojiza de los edificios y éstos se reflejan sobre las especulares aguas del canal a sus pies. Pura poesía fotográfica.
La Haya
La
tercera ciudad más grande de los Países Bajos (por detrás de Ámsterdam y de
Rotterdam) se encuentra a tan solo 25 kilómetros de Rotterdam. La Haya es la
sede del gobierno, pero no la capital del país, privilegio que le corresponde a
Ámsterdam. La Haya es la capital administrativa del país, ya que allí se
encuentran La Corte Suprema, el Consejo de Estado y el Parlamento del país, así
como el Palacio Real, lugar de trabajo y de residencia del Rey de Holanda. En
La Haya se encuentran también TODAS las embajadas extranjeras y ministerios
gubernamentales del país, así como un número incontable de instituciones
internacionales, como la Corte Internacional de Justicia, la Corte Penal
Internacional y la Europol. Vamos, que no es la capital de país pero como si lo
fuera, porque cumple con todos los requisitos. Por si todo lo anterior no fuera
suficiente, La Haya tiene algo inmaterial que cautiva: hay ciudades que te
transmiten algo, y otras que no. Desde el momento en el que llegué a La Haya y
pude respirar el aire y el ambiente en torno a la Plein en la que aparcamos el
coche (parking Centrum Plein, 4€/hora) supe que aquella ciudad tenía, para mí,
algo especial.
Los
origines de La Haya se remontan al año 1230, en los terrenos que rodean al
estanque actual de Hofvijver. De aquellos primeros años de la ciudad data la
Sala de los Caballeros (Ridderzaal, 1256), uno de los más prominentes edificios
de la ciudad y que aún hoy en día se emplea en recepciones reales y actos
protocolarios de Estado. El imponente edificio que bordea el estanque, el Binnenhof,
es la sede del Parlamento de los Países Bajos y alberga la oficina del Primer
Ministro del país. Construido en el S. XIII, el Binnenhof es la sede
parlamentaria en uso más antigua del mundo. Poco más se puede decir, pero sí
mostrar:
Adyacente
al Binnenhof se encuentra el Mauritshuis, museo que acoge numerosas obras de
arte pictóricas de la edad de oro de la pintura neerlandesa, con pinturas de
Rembrandt, Vermeer o Potter. El edificio data del año 1640 y fue privatizado
(junto con la colección de pinturas que alberga) en el año 1995. En el extremo
opuesto del estanque Hofvijver se encuentra el Museo Gevangenpoort (“la puerta
de la cárcel”), una antigua prisión que acoge un museo con auténticas mazmorras
medievales y cámaras de tortura (no hubo tiempo en esta ocasión, queda
pendiente para otra visita…no por el museo en sí, si no por ver el edificio por
dentro, la verdad).
El
antiguo ayuntamiento data del S. XVI, un bellísimo edificio situado frente a
unas de las galerías comerciales más antiguas de la ciudad y de la iglesia de Sint-Jacobskerk,
cuya construcción se inició a mediados del S. XIII y de la que destaca su enorme
torre, siendo uno de los edificios más antiguos de la ciudad (entrada 3€).
El Palacio de la Paz acoge desde 1946 la Corte Internacional de Justicia, principal órgano judicial de las Naciones Unidas, y data del año 1913, construido en estilo neo-renacentista.
La Haya
también cuenta con un Chinatown, o algo parecido, porque la verdad es que es
muy osado llamar Chinatown a un par de calles de unas decenas de metros de
longitud. Eso sí, cumple con todos los elementos que caracterizan a éste tipo
de barrios (aunque sea en tamaño concentrado): no falta el característico arco
de entrada, los carteles escritos en caracteres Chinos, un puñado de
restaurantes asiáticos (no exclusivos de esta zona de la ciudad) y los típicos farolillos
decorativos instalados para remarcar la identidad del barrio.
Pero al
margen de edificios e instituciones, hay algo intangible que es lo que me atrapó:
pasear por las calles es un placer, siempre rodeado de hermosos edificios, en
un ambiente de lo más tranquilo y relajado, ajenos a la dramática situación que
estamos viviendo. Durante las horas que estuvimos en La Haya yo personalmente
me olvidé del virus y de la situación que vivimos, y volví a experimentar esa
placentera sensación que otorga viajar y conocer sitios nuevos. En La Haya no
vimos a casi nadie con mascarilla (tan solo algún turista), ya no solo por la calle,
sino también en bares, terrazas o supermercados. Y esa sensación de libertad,
de que no ha cambiado nada, de que en algún momento volveremos a nuestras vidas
tal y como las conocíamos no tiene precio. Ignoro cuáles son los datos de la
influencia del virus en los Países Bajos, pero observando cómo se comporta su población
es obvio que hay otras formas de hacer las cosas (y, a mi modo de ver, bastante
mejores).
La
playa de La Haya se encuentra bastante lejos del centro de la ciudad (a unos 7 kilómetros).
Visitando la playa un sábado de Agosto por la tarde (posiblemente el sábado más
caluroso del año) era de esperar que todo iba a estar completo (como ya había anticipado
nuestra infructuosa búsqueda de hotel unos días atrás). Y así fue. Tuvimos
suerte de encontrar un aparcamiento cerca del acceso de la playa, de alguien
que ya la había abandonado, constatando que lo mejor para moverse por Holanda
son las bicicletas. La playa de La Haya es enorme: varios kilómetros de
longitud y, en la zona que visitamos, separada de la “civilización” por una
franja de dunas y matorrales atravesada por un par de caminos (uno muy
frecuentado por bicicletas y otro no tanto por peatones) que conducen a las
distintas zonas en que se divide la playa. Nosotros tuvimos que andar un
ratillo hasta llegar a una zona en la que se permitieran los perros, pero por
fortuna el sol estaba oculto entre nubes y la brisa marina refrescaba bastante
el ambiente. Una vez en la playa nos encontramos con muchísima gente, pero la
playa es muy extensa y ancha, así que no hubo problema alguno para encontrar un
sitio cerca del agua desde el que disfrutar observando el comportamiento de
Kuki en su primera visita a la playa (no sabemos mucho de su vida previa a nuestra
adopción, pero por su reacción está claro que nunca antes había visitado el
mar).
Para
finalizar el día, tenía entre ceja y ceja visitar el muelle que se extiende mar
adentro al Norte de la ciudad para ver atardecer desde allí. Mi idea era la de
disfrutar de un bonito atardecer en un lugar tranquilo, con el muelle (muy
similar al de Brighton) al fondo, con su colorida noria dando vueltas bailando al son
del ocaso. Pero no fue exactamente así. Un enorme atasco nos obligó a dejar el
coche en torno a un kilómetro antes de donde teníamos pensado (y lo mejor que
hicimos, porque era un señor atasco, de esos en los que ningún coche se mueve),
y al llegar a la zona que yo pensaba tranquila para disfrutar del atardecer nos
encontramos con una autentica feria, bueno, varias, para ser más precisos. La
zona está completamente saturada de bares y lugares de fiesta, la música atrona
en cada rincón y la cantidad de gente que allí se concentraba hizo estéril
cualquier intento de siquiera acercarse al muelle para visitarlo. El punto
positivo es que al menos el atardecer sí que mereció la pena. Se me quedó
clavada la espinita de visitar el muelle, tanto por arriba como por abajo,
atravesarlo por la playa, verlo desde el otro lado y disfrutar del atardecer en
un ambiente más tranquilo. Tal vez en una próxima visita, fuera de la temporada
estival, podamos disfrutar del lugar con unas cuantas miles de personas menos,
menos ruido, más tranquilidad y temperaturas más bajas que no inviten a la gente
a visitar éste popular (por lo visto) enclave de las noches de los sábados en
La Haya.
Y hasta
aquí cuanto dio de sí nuestro fin de semana en el país vecino. Muchas cosas
quedaron pendientes, pero las impresiones obtenidas durante el viaje fueron muy
positivas, y siendo un destino accesible en menos de tres horas en coche,
seguro que repetimos en el futuro con algo más de planificación y tranquilidad,
ahora que ya sabemos lo que la zona ofrece. ¡Hasta la próxima!.
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