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sábado, 18 de octubre de 2014

El otoño de Nuño, con ñ


       Coincidiendo con la publicación del nuevo diccionario de la Real Academia Española de la lengua, la número 23, he querido rendir un pequeño y modesto homenaje a nuestra letra más especial, la ñ, escribiendo un breve relato sobre el otoño, empleando para ello un centenar de términos que contienen tan peculiar letra:


       Nuño se desperezó aquella mañana bañado por los rayos de sol que tiñendo el amanecer despuntaban en lo alto de la montaña y se colaban en su cabaña, arañando un gruñido de Nuño al arrancarle de su plácido sueño. Al tiempo que escuchaba el tañer de las campanas en la lejanía, una extraña sensación recorrió sus entrañas; ´algo va a suceder´, se dijo para sí mismo. Alcarreño de nacimiento y Limeño de adopción, por uno de esos guiños del destino que a su antojo nos trae y nos lleva, había regresado a España, muñeco en el guiñol de la vida. Albañil de profesión, tuvo que empeñar todas sus posesiones para hacerse con un terruño situado en un valle de ensueño, al borde del cañón horadado por el río Añil a lo largo de miles de años. En compañía de Ñaiza, su fiel perra, Nuño por fin se había adueñado de su vida. Nunca le gustaron los gatos; desde que siendo niño, cuando aún vestía pañales, uno de ellos arañara con sus afiladas uñas su pálida tez, no se había vuelto a acercar a esos felinos, a los que consideraba alimañas. A Ñaiza la recogió cuando la halló abandonada llena de rasguños, tiñosa y con una pezuña dañada mientras paseaba por el pinar cercano a su propiedad recogiendo piñas; como si de una señal del destino se tratara, se hizo cargo de ella y la cuidó como si fuera su propio retoño. De tamaño mediano y pelo castaño, la educó y la enseñó a defender la propiedad contra extraños, nunca tuvo que reñirla; un leve movimiento de muñeca bastaba para que Ñaiza permaneciera en silencio, y a la señal de puño cerrado, Ñaiza salía a recorrer la propiedad.

      En éste momento de su vida se sentía dueño de una vida que él había diseñado, señor de su destino, aunque no podía evitar cierta añoranza de los tiempos vividos antaño, un sentimiento de morriña que irremediablemente le transportaba a la campiña que le vio crecer a las afueras de Lima. Ese sentimiento, junto con las frecuentes migrañas matinales que sufría, le hacía fruncir el ceño cada nuevo amanecer, gesto ceñudo que desaparecía después de tomar su coñac matutino. Con Ñaiza como única compañía, se había acuñado una fama de hombre huraño  entre los lugareños de las poblaciones aledañas, que lo veían como una especie de ermitaño isleño, prisionero de su modo de vida. Antaño Nuño fue una persona risueña, cariñosa y entregada, pero tal vez echó la caña en el lugar equivocado de la vida y no obtuvo la recompensa esperada. Nuño sentía que la vida se había ensañado con él, que lo había despeñado por un peñascal de emociones, golpeándolo  a modo de piñata sentimental, sin reparar en el daño que podría ocasionarle, y lo había envuelto en una maraña de engaños, un aliño de sensaciones de las que Nuño quiso escapar para no sucumbir a tan dañinas influencias. Su mayor hazaña fue saber reconocer a tiempo el daño que gente de tal calaña le estaba causando, pirañas de la sociedad actual.
       Nuño se incorporó, se dirigió a la cocina y se preparó un café mientras ojeaba unas viñetas de una aventura animada. Añadió un chorrito de coñac al café y limpió las gotas que rebosaron con un desteñido paño de cocina. Tomó un puñado de almendras, sacó una lasaña del frigorífico para el almuerzo y continuó con su rutina diaria: empuñó un pañuelo azul con el que se cubrió su cuello, se ciñó el cinturón con el puñal al costado y descendió el peldaño de acceso a la cabaña. La peña del Caño se alzaba frente a él, flanqueada por bosques de madroños, pinos y rojizos y despoblados castaños, una estampa majestuosa ante la que se sentía empequeñecido y que empañaba su vista. Pero faltaba algo. La leña para la temporada invernal, apiñada con maña en la leñera, servía de refugio a una comunidad de arañas que habían establecido entre los leños su refugio. Un guiño cómplice y Ñaiza salió a su encuentro. Y entonces reparó; no escuchaba el castañeo de las cigüeñas; éstas se habían ido, cediendo su sitio al otoño, que llegaba para quedarse en la vida de Nuño.
 

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