2016 fue un año excepcional en cuanto a viajes se refiere. 2017 ha comenzado con la misma intensidad, y después de tres semanas viajando de forma consecutiva por motivos profesionales, había llegado la hora de un pequeño respiro, del ya tradicional viaje invernal al norte de Europa. Un viaje que llegó de forma inesperada y que he de reconocer que no afronté inicialmente con toda la motivación y energía que todo viaje merece. El destino elegido fue Tromsø, en Noruega, el último de los países nórdicos que me quedaba por visitar.
El motivo de esa (inusual) falta de motivación inicial, al margen de la cascada de asuntos personales y profesionales abiertos, que amenaza con ahogarme, se encontraba en la previsión que anunciaba malísimas condiciones climatológicas de la zona; el mal tiempo estando de vacaciones es siempre una mala noticia, pero si se recorre media Europa en busca de una oportunidad para disfrutar de auroras boreales y te encuentras, a unos 70 grados de latitud Norte, con lluvia y temperaturas entre 5-10 grados, la desilusión se apodera hasta del más optimista.
Pero allí estábamos, y poniendo al mal tiempo buena cara nos lanzamos a descubrir las bondades de la región, una región bendecida con una geografía única y espectacular que no tardó en conquistarnos: cascadas de agua helada, fiordos congelados, paisajes donde la nieve se resistía a abandonar el lugar que por derecho le corresponde en estas latitudes y en ésta época del año, un mar cuyas aguas muestran colores que rivalizan con aquellos que ofrecen muchos de los mares de los mejores destinos de turismo de playa del mundo...
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