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sábado, 20 de julio de 2019

Montreal, redescubriendo la ciudad al calor del verano.

Tiempo de lectura: inferior a 15 minutos.     

      A finales de Junio se produjo mi segundo salto Océanico del año, con destino a Montreal. Un viaje profesional exprés al país canadiense, ya que volé un lunes y emprendí el viaje de regreso al viejo continente el jueves siguiente. 3 días completos en la ciudad canadiense con una agenda profesional apretada, pero con tiempo (robado) para el turismo. El viaje a Montreal fue mi cuarto viaje profesional en el mes de Junio, un mes especialmente complicado, así que decidí no prolongar mi estancia, decisión también condicionada por el recuerdo de la reciente visita a la ciudad acontecida en el otoño del año 2018, visita que me dejó una profunda sensación de indiferencia, motivada en gran parte por la terrible meteorología que nos deparó a M y a mí nuestra estancia en la ciudad en aquella ocasión. Y es que cuando el tiempo no acompaña, las sensaciones y recuerdos de las experiencias vividas pueden resultar distorsionados. En esta ocasión el sol, el buen tiempo y las altas temperaturas me acompañaron, y el recuerdo que me he traído de Montreal ha sido mucho mejor que el de mi primera visita. Pese a lo apretado de mi agenda de trabajo, me propuse sacar 2 ó 3 horas todos los días para disfrutar de la ciudad (al final, horas robadas al descanso nocturno), y el hecho de que en esta época del año anochezca en torno a las 9 de la tarde, ayudó mucho a cumplir mi objetivo turístico (y con las obligaciones profesionales). La mayor parte de los detalles sobre la ciudad los tienes en la entrada de mi anterior viaje (Otoño en Canadá - Parte 1); ahora te ofrezco un recorrido en imágenes por la ciudad canadiense, incluyendo lugares ya visitados en mi primer viaje y muchos otros nuevos que he podido descubrir en esta segunda visita. 




      El viaje a Montreal lo realicé con la compañía KLM, via Düsseldorf y Amsterdam. El vuelo de Düsseldorf a Amsterdam (que realicé hasta en 3 ocasiones en Junio...de locos) es posiblemente uno de los vuelos comerciales más cortos que hay en Europa: tan solo 35 minutos de vuelo. Ciertamente hubiera preferido llegar a la capital holandesa en tren, pero no se me ofreció la posibilidad. Al menos pude disfrutar, eso sí, de unas fabulosas vistas del país de los canales a mi llegada. Tras una breve escala en Amsterdam, emprendí el vuelo hacia Montreal, un vuelo de algo menos de 7h de duración. La clase business de la compañía de bandera holandesa no es una referencia (no se puede comparar a la de otras compañías como Qatar Airways o Emirates): cabina estándar, oferta gastronómica normalita y oferta de entretenimiento bastante limitada son las pobres credenciales de KLM.  



     Tras el breve trámite para pasar el control de seguridad (completamente automatizado...¡adiós a los sellos en los pasaportes!), me dirigí al centro de la ciudad. Para ello, y como siempre, fiel a mis principios, tratando de evitar los taxis, en Montreal solo resta la alternativa del autobús (linea 747). El billete se tiene que comprar con antelación en las máquinas del edificio terminal del aeropuerto o bien ser pagado en el autobús (solo aceptan monedas, 10 CAD) y el servicio es malísimo (sin tapujos): las frecuencias de los autobuses no se respetan y la comodidad del servicio deja mucho que desear, con autobuses con muy pocas plazas sentadas y sin aire acondicionado. Por suerte el día de mi llegada a Canadá era el día de la fiesta nacional y apenas había tráfico en la carretera, con lo que en algo más de media hora ya estaba en la parada cercana a mi hotel, el Novotel Montreal City Centre (175€/noche), un establecimiento con el que quedé muy satisfecho: habitación muy amplia, en buen estado, con una conexión Wifi de buena calidad y estable, buena ubicación...en fin, todo lo que se necesita para tener una agradable estancia de trabajo. 


     Tan pronto hube deshecho la maleta, me dirigí de nuevo a la calle para aprovechar las horas de sol que aún le quedaban al día, aplazando la sensación de jet-lag hasta el día siguiente y antes de que el cansancio acumulado del viaje diurno hiciera mella en mí. El mismo ritual se repitió todos los días de mi estancia, robándole unas horas al día para poder disfrutar de la ciudad. El aspecto de la ciudad mejora notablemente cuando se puede disfrutar de ella con sol y buenas temperaturas, el escenario ideal para simplemente caminar, sin rumbo definido, y descubrir sin guías ni mapas lo que la ciudad tiene que ofrecer, algo imposible durante nuestro encuentro inicial en Otoño. 

      Mis primeras horas en la ciudad las empleé en recorrer el distrito centro y la zona del puerto viejo, especialmente animado al tratarse de un día festivo. La calle de Saint-Paul es la principal referencia para los visitantes; al norte se puede visitar la capilla de Notre Dame de Bon Secours, una pequeña iglesia marinera que también es la puerta de entrada al puerto viejo de Montreal, una zona completamente reacondicionada para el uso recreativo: en la zona se puede ir a la "playa" (o algo parecido), montar en una noria panorámica, dejarse caer por tirolinas, dar un paseo en barca de pedales, asistir al espectáculo "Alegría" del Circo del Sol, montar en una lancha rápida o alquilar una moto acuática...infinitas posibilidades, para todos los gustos y presupuestos. En el extremo norte del puerto se puede visitar la torre del reloj, que estaba abierta (en mi anterior visita estaba cerrada) y ofrece la posibilidad de poder subir hasta lo alto (una cuenta atrás con el número de escalones que te faltan para coronar la torre te acompaña en el recorrido, hasta llegar a los 51,1m a los que se sitúa el mirador), desde donde se tienen unas estupendas vistas de toda la zona de ocio que antes os he comentado. 





   






       Desde los edificios del extremo sur del puerto de Montreal se tienen unas vistas estupendas no solo de la zona del puerto, si no también de la ciudad, con la iglesia de Notre-Dame y la cúpula del edificio del mercado de Bonsecour sobresaliendo sobre el perfil urbano. Una zona que tuve ocasión de visitar (y descubrir) con cierta calma el último día de mi estancia en Canadá, mientras hacía tiempo hasta que se acercara la hora de salida de mi vuelo de regreso al viejo continente. 









       Pero regresemos a la Rue Saint-Paul en la que comenzamos nuestro recorrido. El imponente edificio del mercado de Bonsecours domina la calle, un mercado de productos gastronómicos y de artesanía local del que dimos buena cuenta M y yo durante nuestra visita de Otoño del 2018 ya que nos ofreció cobijo frente a  la incesante lluvia que regaba la ciudad. En esta ocasión prescindí de entrar de nuevo, ya que la climatología para nada invitaba a meterse en lugares cerrados. La rue Saint-Paul continúa de obras, para mi desgracia, ya que confiaba que hubieran terminado, aunque bien es cierto que algunas zonas ya están reacondicionadas; pero Montreal está patas arriba en casi cualquier distrito que se visite, y el centro no es una excepción. Continuando hacia el Oeste se llega a la Plaza de Jacques Cartier, una animada y colorida plaza llena de terrazas y gente disfrutando del buen tiempo. Al norte de la plaza se alza la sobria columna de Nelson, justo en frente de la plaza Vauquelin que se sitúa al lado del impresionante edificio del ayuntamiento (rodeado de vallas...). Una zona que bien merece una visita pausada para disfrutar de su ritmo y vitalidad y para disfrutar de las excelentes vistas que ofrece en esta época del año. 










       Y llegados hasta el ayuntamiento, lo normal es dirigirse por la Rue Notre Dame hasta la plaza de armas frente a la cual se alza la soberbia basílica de Notre Dame de Montreal. El aspecto exterior es llamativo, recuerda a la famosa Notre Dame de París, pero para nada invita a pensar en lo que se oculta tras sus muros; el interior de la basílica es posiblemente uno de los más llamativos que he podido ver. En esta ocasión no visité el interior (el recuerdo estaba fresco en mi memoria, había bastante cola para acceder - en el momento en el que visité la plaza de Armas y la basílica estaba abierta, porque como os podéis imaginar pasé por allí en alguna otra ocasión cuando la basílica ya había cerrado sus puertas - y no me hace mucha gracia pagar por duplicado por visitar lugares de culto religioso...), pero os dejo una imagen de mi anterior visita para que la tengáis fresca en vuestra memoria también. 







      Y como en Montreal todo está muy cerquita (al menos en el centro), desde la Plaza de Armas se pueden visitar numerosas iglesias por la zona (como la basílica de S. Patricio), edificios notables de la época colonial o el Palacio de Congresos de Montreal, un colorido edificio (muy concurrido en horas de trabajo pero prácticamente desierto cuando se visita fuera del horario comercial, soledad que ofrece imágenes y sonidos impresionantes) desde el que se tiene acceso al barrio étnico de Chinatown, muy reducido y con poca actividad (unos cuantos restaurantes y alguna tienda de productos alimenticios). 












      Y para finalizar este recorrido por el centro de Montreal, un par de sugerencias más: la primera es la Catedral de María Reina del Mundo, situada en la plaza de Canadá (muy cerquita de mi hotel), una majestuosa catedral (la tercera en tamaño de la provincia de Quebec, por detrás del oratorio de S. José y la basílica de Sta. Ana de Beaupré, que podéis visitar si os sumergís en la crónica del viaje de Otoño, Otoño en Canadá - Parte 1 y Otoño en Canadá - Parte 2) cuya construcción se inició en el año 1875, concluyendo en 1894 cuando tomó el nombre de Catedral de Saint Jacques, siendo en aquella época la más grande de Quebec. El nombre actual lo tomó en 1955, cuando fue consagrada por el Papa Pío XII. Y el segundo lugar del que os hablaba se sitúa justo enfrente, en la plaza Dorchester, frente a la cual se alza el imponente edificio Sun Life (visible también desde la ventana de la habitación del hotel). La plaza tiene mucha animación y una curiosa fuente que parece incompleta. Dos nuevos rinconcitos de Montreal que he podido descubrir en éste viaje.







      Otra de las visitas imprescindibles si se visita Montreal es el Mont Royal, una colina de un par de cientos de metros de elevación que se alza al norte de la ciudad y desde donde se tienen unas vistas inigualables de toda la ciudad (tanto en verano como en otoño). En esta ocasión subí hasta el mirador andando desde mi hotel (algo menos de 30 minutos de caminata) con el objetivo de disfrutar del atardecer desde allí, y !vaya si lo hice!. El perfil de Montreal puede que no sea tan espectacular como el de otras ciudades, pero un atardecer sobre una ciudad siempre es especial: los juegos de luces se van sucediendo y prácticamente cada minuto la vista que el atardecer ofrece es distinta. Una ocasión más en la que eché de menos no tener una cámara mejor (y ya van no sé cuantas veces...¡a ver si le pongo remedio al asunto!). Pese a las limitaciones técnicas, las imágenes creo que os ayuden a haceros una idea de la belleza del lugar. 





      Desde el mirador pude observar la imagen de un retrato pintado sobre la fachada de un edificio (en la imagen de arriba hacia la derecha de la imagen, iluminada), y como podéis imaginaros me faltó tiempo para tratar de localizar el edificio al bajar del Mont Royal esa misma noche (y para repetir visita al día siguiente para verlo a la luz del día, ya que estaba muy cerca de mi hotel). El edificio en cuestión es un edificio de viviendas que se encuentra en la rue Crescent, una animada calle repleta de restaurantes y sitios de moda. Ignoro quién es el hombre de la imagen, pero el mural simplemente me pareció espectacular, aunque no es único, ya que las fachadas de numerosos edificios de la ciudad están decoradas con atractivos y llamativos murales. 









       Durante mi última experiencia canadiense tuve la oportunidad de descubrir otro de esos rincones históricos desconocidos hasta la fecha: el canal de Lachine, un canal que contribuyó enormemente al desarrollo comercial de la región. Pese a que los colonizadores franceses tenían en mente la idea de este canal desde el año 1689, su construcción no se concretó hasta 1825. En su recorrido de más de 13Km contaba con 5 esclusas (algunas de ellas aún hoy en funcionamiento), que le permitían salvar un desnivel de 18m y, de paso, sortear las temidas cataratas de Lachine, todo un problema para el comercio marítimo-fluvial en la región. En sus orillas se desarrolló una floreciente actividad comercial, cuyos vestigios aún pueden verse hoy en día. La inauguración de la vía marítima del río San Lorenzo en 1959 supuso la pérdida de la posición comercial hegemónica del canal de Lachine, deterioro que culminó con el cierre del canal a la actividad comercial en el año 1970 (con el consecuente impacto económico para la zona y las miles de familias que se quedaron en el paro). En la actualidad algunos tramos están abiertos a la navegación recreativa. Mi recorrido comenzó en la esclusa de San Gabriel; desde allí me dirigí hacia el noreste, acompañado por la tranquilidad de las aguas del canal y los edificios e infraestructuras industriales que dieron forma a este canal hasta hace no muchos años, pasando por los silos e históricas fábricas de harina que dieron vida a estas aguas. El paseo desemboca en el puerto de Montreal, un recorrido de unos 2 kilómetros y medio que ofrece imágenes de lo más llamativas. A lo largo del recorrido hay numerosos carteles e indicaciones que te van ilustrando sobre la historia, desarrollo y ocaso de esta vía comercial que tanta importancia tuvo para Montreal



   








      En esas horas que pude robar cada día a otras actividades y recorrer la ciudad (principalmente andando), pude observar muchos otros rincones llamativos, sin olvidar el paso por la plaza de Saint-Louis, con sus fotogénicos edificios coloniales, imágenes que han servido para cambiar la percepción de indiferencia con la que afronté el viaje, hasta el punto de lamentar no haber extendido la duración del mismo al menos un par de días más. Para otra ocasión, me temo. Y con tanto paseo y caminata, entra el apetito. Canadá no destaca por su oferta gastronómica, pero sí hay dos platos tradicionales en la región de Quebec: la poutine (patatas fritas con queso y una salsa) y los bocadillos de carne ahumada, especialidades culinarias de las que ya dimos buena cuenta M y yo en Octubre del año 2018. Y en esta ocasión, lógicamente no podía dejar de pasar la oportunidad para repetir la experiencia. 










      Y casi sin darme cuenta inicié el camino de regreso a casa, en ésta ocasión con Air France vía Charles de Gaulle y Düsseldorf en un vuelo nocturno. Air France hizo bueno el servicio ofrecido por KLM, y es que la experiencia con la compañía francesa fue francamente mala: al margen de los retrasos en ambos vuelos (superiores a la hora...), la cabina ofrece una configuración 2+3+2 (cuando otras compañías ofrecen un 2+2+2 o incluso ¡1+2+1 como Qatar Airways!), con lo que el espacio es ciertamente escaso. Solo tienen dos filas en clase business (14 personas) y una sola asistente para toda la clase, así que con toda la tontería y parafernalia que rodea a estos servicios, en la práctica la cena se demoró hasta 3 horas después de haber despegado...sin comentarios. Y la oferta de ocio es ciertamente pobre, con pantallas ridículamente pequeñas, con mala calidad de imagen y que no respondían a los controles. En definitiva, una muy mala experiencia (considerando que ha sido el vuelo más caro que he realizado hasta la fecha...). Pero lo que importa es que finalmente llegué a casa, cansado, pero con un fin de semana por delante para recuperar energías e iniciar el último sprint antes de las esperadas y merecidísimas vacaciones estivales. Nos vemos a la vuelta de vacaciones, ¡que la agenda va a venir cargadita de actividades! ¡Buen verano a todos!



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